Antonio Mateos Martín de Rodrigo
Incluso ambos, generalmente, participaban del mismo lugar de enterramiento: las vías de acceso a las ciudades.
Pero a partir de los inicios del siglo III comienza un período de progresiva distinción también externa, especialmente cuando se trata de los considerados mártires; entonces el ágape ya no es una reunión familiar sino un hecho comunitario y convocado por el obispo -esta convocatoria oficial era el reconocimiento oficial de la canonización del mártir tal como se entiende actualmente celebrándose con elementos portátiles como la cátedra episcopal o el altar que era un triclinium o mesa de las usadas para comer-.
El culto a los mártires comenzó en el Norte de África, la zona occidental del Imperio a la que llegó en primer lugar la predicación evangélica: además le llegó directamente desde Palestina; también sería la primera Iglesia en utilizar el latín como lengua eclesiástica.
Los primeros mártires en ser tratados como tales fueron Felicidad, Perpetua y sus compañeros martirizados en Cartago en el año 203.
Y hasta el siglo V sobre las tumbas de los mártires, siempre situadas en áreas idolátricas o cementerios propios, se celebrará el ágape funerario al que se añade la celebración de la Eucaristía como forma distintiva -se entendía que el mártir imitaba a Cristo y su martirio era la prolongación o actualización del martirio del Maestro; también porque se creía que los mártires se encontraban situados en el altar celestial de Dios (Apoc. 6, 9)-.
Evidentemente el ágape funerario cristiano trascendía en las formas internas al idolátrico y celebraba el “refrigerium” o banquete celestial del que ya formaba, “de forma incontrovertible” el mártir -por el mero hecho de serlo tras su muerte se consideraba inmediata “su llegada al cielo” -.
Al parecer el siguiente testimonio occidental fuera de África se documenta en Hispania a través de la Pasión de San Fructuoso, Obispo de Tarragona, martirizado durante la persecución de Valeriano, años 257-258.
Y no es casualidad: Hispania fue tierra evangelizada por los cristianos del Norte de África, como también la Galia, en época de San Cipriano de Cartago.
La ciudad de Roma cristiana siguió también los pasos de la África romana y hacia la mitad del siglo III comenzó a conmemorar a sus ya numerosos mártires -por el contrario los mártires romanos auténticos fuera de la Ciudad Eterna son muy escasos y en la Galia no se documenta ninguno-.
A PARTIR DEL SIGLO IV.
Ahora bien tras la Paz de la Iglesia comienzan a construirse basílicas sobre las tumbas de los mártires en sus cementerios o, como en el caso de Santa Eulalia, en su nuevo enterramiento ya no clandestino -yo lo sitúo en el algibe del Decumanus Máximus frontero a la Puerta de la Villa o de santa Olalla-.
Es de suponer que el lugar erigido para construir el martyrium, ecclesia o basílica, también memoria de santa Eulalia, fue el lugar no en el que murió de forma salvaje, el foro, sino en el que ya muerta fue arrojada para ser consumida por las aves y las fieras salvajes -era esta una novedoso tormento post-mortem de la justicia romana no contemplada en sus leyes ancestrales tal como la aplicación de antorchas encendidas a su cuerpo, tormento de origen germánico-.
No sabemos si la celebración eucarística del natalicio o díes natalis de los Mártires iba acompañado por un sermón tal como en la época de San Agustín; pero sí sabemos que, siguiendo la costumbre impuesta por el Papa Dámaso se cantaban los himnos que se le componían al respecto; los de Santa Eulalia están recogidos en el Antifonario de León.
Tras la celebración eucarística los cristianos celebraban con grandes fiestas profanas la muerte del mártir, incluido el banquete funerario.
En la ciudad de Mérida a 10 de diciembre de2011.